Eso parece creer el Ministerio de Transportes, Movilidad y
Agenda Urbana, que ha lanzado un Consulta Previa sobre el Anteproyecto de Ley
de Arquitectura y Calidad del Entorno Construido. Tratándose, como opina el
Ministerio, de un problema cultural y no meramente técnico, sorprende que de la
iniciativa no participe el Ministerio de Cultura.
Mediante esta Ley el Ministerio pretende impulsar la Calidad
de la Arquitectura y el Entorno Construido; promover su enraizamiento social e
identitario; conectar y acercar personas de distintas sensibilidades; integrar
profesionales y ciudadanos; actuar las administraciones de forma
ejemplificadora en sus contratos potenciando la calidad y la sostenibilidad;
contribuir al desarrollo sostenible del territorio y los núcleos de población;
facilitar la rehabilitación y renovación urbana; mejorar la eficiencia
energética, la accesibilidad, la habitabilidad y la adaptación a las nuevas
formas de vida y de trabajo; contribuir a dar respuesta al cambio climático que
estamos experimentando, al crecimiento económico y de empleo y a la protección
y salvaguarda del patrimonio cultural y natural; fomentar en fin la
modernización de la Arquitectura.
Nobles fines, quizás demasiados para una sola Ley. Pero sin
embargo España no carece de una profusa y prolija normativa al respecto, tanto
estatal como autonómica. La Ley de Contratos del Sector Público; las leyes del
Suelo y Rehabilitación Urbana; el Código Técnico de la Edificación, las leyes
de Protección del Patrimonio Cultural; la Ley de Ordenación de la Edificación y
las leyes de Calidad en la Edificación; las leyes de supresión de barreras
arquitectónicas; los Planes Generales de Ordenación Urbana; etc. Por solo
enumerar una muy pequeña parte. De lo que carece es de una Ley de Vivienda; pero
esa no está ni se la espera: demasiados intereses en juego.
Todo ello no alcanza para el Ministerio: la calidad del
entorno construido no se garantiza por el simple hecho de cumplir con la
normativa existente, nos dice.
¿Y cómo se garantiza entonces? Si miramos el inmediato antecedente y modelo de
lo que podría avecinarse, la Ley de Arquitectura de Cataluña – y quienes
impulsaron la Ley catalana impulsan ahora la estatal – se garantiza del
siguiente modo.
En primer lugar, esa Ley somete a informe previo por un
comité de expertos la concesión de toda licencia de edificación - de iniciativa
pública o privada - a fin de evaluar si el proyecto tiene suficiente calidad
arquitectónica. Siendo la calidad el
núcleo de la Ley cabría esperar que la definiera de forma precisa. Sin embargo,
los valores que dice querer fomentar son vagos: la idoneidad de las
construcciones para acoger los usos previstos, la mejora de la calidad de vida
de las personas, la contribución a la cohesión social y a la mejor relación de
los ciudadanos con su dimensión artística y cultural, la adecuación al entorno
y al paisaje, la sostenibilidad en los aspectos medioambiental y económico, la
belleza y el interés artístico. Es una calidad definida de manera tan superficial
e imposible de objetivar que parece más bien una excusa.
Y en segundo: la Ley catalana acaba con el sistema
tradicional español de acceso a los encargos públicos: el Concurso Abierto, en
ocasiones anónimo. Todas las adjudicaciones públicas se realizan mediante
Concurso Restringido con selección nominal de unos pocos participantes.
Bien mirada la Ley de Arquitectura catalana pone los mimbres
para controlar desde las administraciones la integridad del proceso de
producción de los espacios; sea mediante la censura previa de los proyectos,
sea mediante la selección nominal de los proyectistas. Un grado tal de
dirigismo sería inmediatamente motivo de escándalo si donde dice Arquitectura
dijera Literatura, Música o Cine.
Pero más allá de lo cultural, la Ley abre las puertas para que
quienes desean ejercer su profesión vean como las administraciones se lo
impiden alegando la insuficiente calidad de su obra y aunque cumplan con toda la
normativa en vigor. Huelga señalar el peligro de este dispositivo, sea en
Cataluña o en cualquier sitio.
Puede entenderse porqué desde las instituciones colegiales de
los arquitectos se esté dispuesto a embarcarse en esta aventura restrictiva:
son órganos poco representativos de la profesión, dirigidos por su sector más
favorecido.
Menos se entiende por qué se embarca el Ministerio, salvo
que lo que se busque sea precisamente reducir el número de ejercientes libres.
Algo que se contradice con la generosidad con la que se abren Escuelas de
Arquitectura y se otorgan títulos habilitantes. Pero dar con una mano lo que se
va a quitar con otra es un engaño.